Resulta
preocupante oír con tanta frecuencia eso de que «al menos, el panorama político
está ahora más animado y más interesante». Es irónico, pero frases como estas
tienen la capacidad de sintetizar las condiciones por las que se rige la
sociedad mediática en que vivimos. Aspirar a que, por lo menos, el panorama
político-mediático sea entretenido refleja la acotada ambición del espectador
semi-pasivo —si las redes sociales han
llegado a modificar realmente nuestra antigua condición de meros receptores.
No
hace falta destacar que la irrupción de Podemos ha sido el acontecimiento
político del año 2014. El ascenso de este partido ha sido meteórico,
exponencial: numerosas encuestas sitúan ya a la formación de Pablo Iglesias en
la primera posición en intención de voto. De manera paralela a este fenómeno,
las tertulias políticas televisivas han experimentado un notable cambio: en
varios canales, los debates han visto el concurso de nuevos participantes de
edad y posiciones políticas diferentes a las mayoritarias hace pocos años.
Tertulianos-políticos como Alberto Garzón, Tania Sánchez, los citados líderes
de Podemos y representantes de otros partidos minoritarios han añadido colores
a la monótona escala de grises PP-PSOE que poblaba las tertulias durante las legislaturas
anteriores.
Sin
embargo, sería una equivocación considerar que algo sustancial esté cambiando
y, mucho peor, dar por muerto el «régimen del 78», como si se tratase de una
entidad monolítica. Si de un conjunto de cambios en la programación televisiva
deducimos la llegada de modificaciones importantes en las estructuras de
nuestra sociedad, cometemos el error de dar por cierto lo que todavía es un
simulacro. Asistimos, en cambio, a una nueva narrativa y a una puesta en escena
con distintos actores que todavía no han podido provocar cambios reales en los
fundamentos de nuestra sociedad.
Paradójicamente,
la nueva narrativa nacional no casa con las restricciones políticas y
económicas que se viven en un país dentro del club del euro. Reconocerlo es necesario
y no debería interpretarse como una voluntad de enterrar a los nuevos
movimientos políticos. Un cambio real de gobierno debe tener en cuenta la
presión sobre la deuda pública y privada de los grandes fondos de inversión y
de la banca mundial, por no hablar de los organismos internacionales. No son
las únicas restricciones: los promotores del nuevo partido no han dicho nada
sobre la decadencia del empleo en Europa, que perjudica a España, y que cumple
ya casi cuatro décadas. ¿Cómo aplicar un programa político keynesiano con la
amenaza continua de fugas de inversiones, de paraísos fiscales y de una
situación en la que los grandes ahorradores ya no quieren invertir en
actividades de la denominada economía real?
Establecer
un conjunto relativamente coherente de políticas públicas para recuperar la
equidad y el crecimiento inclusivo no basta para solucionar el problema: puede
ser incluso parte de este. Contar con un nuevo producto político y mediático
que mantenga la ilusión del votante —como la de la improbable lotería— puede
llegar a funcionar como otro elemento de distracción y de control. Los
impulsores de Podemos saben que no solo con querer se puede, sino que se deben
considerar todas las influencias que nos han llevado a este punto y, a partir de
ahí, reflexionar sobre qué soluciones dependen de nuestro esfuerzo y cuáles hay
que reclamar a instancias institucionales superiores.
Desgraciadamente,
la competición política obliga a la cohesión interna de las cúpulas
partidistas, lo que repercute en la cerrazón de sus discursos. Una excelente
iniciativa como la de Pablo Iglesias puede correr por ello un peligro de
estancamiento; no va a ser el combate político el que lo evite: esa «gente» a
la que sus dirigentes se refieren de manera constante, su competencia educativa
y su capacidad de crítica son imprescindibles para que las nuevas iniciativas y
herramientas puedan seguir adelante. Sin la implicación documentada y la
presión real de las personas, Podemos podría convertirse en un nuevo actor
parlamentario y político. Pero poco más. Esperemos que no sea así.
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